Un poema de Perdona que sea casi todo:
(leer en pantalla grande o girar el móvil)
En los albores yo era duende pelirrojo y me erizaba
cuando hablaban mal mi nombre. ¡Olvidaban el acento!
No es que me acuerde especialmente, pero mi madre
lo contaba entre sonrisas cada poco. Me gusta oírlo:
otorga un peso a lo vivido; anula levemente el simulacro.
Debiera ser un ritual, cambiar el modo de transporte
rutinario y retornar hasta el tiovivo que nos hizo conocer,
para bien o para mal, la ilusión de movimiento por
los siglos de los siglos. Es algo absurdo, todo este afán
por la aventura imaginada, definitiva, remodelada
en el ocaso por hechizo o por las ansias de espectáculo.
Vuelvo al tiovivo, cuando era duende pelirrojo que lloraba
sin motivo, anticipando y traduciendo este lenguaje
de la carne y de la piedra, la verdad de las estatuas,
la sentencia de planetas y crepúsculos borrosos. Siento
algo dentro, indefinible, que me remite a los albores
de mi vida como sierpe o madreselva, tan enredadas
a paredes y columnas, mausoleos y ciudades de la ruina.
Quiero invocar un tiempo antiguo, promover pequeños
gestos que acabaron conformando lo que soy, pero
____________________________________ no puedo, no puedo…
Familia mía, amigos míos, sois los testigos,
¿pudisteis verlo? Yo estuve allí. Y aquí, constelación
sublime de partículas de piel y pensamiento en formación
(cuando el aire se condensa suficiente en el cerebro
llueven versos, los sacrifico y los ofrezco al poderoso
niño que yo fuera alguna vez, en los albores).
Desearía no callar en este punto y haber dicho
alguna cosa de valor, sobre la infancia, la mía.
Doy vueltas y vueltas en el eje amarillento y mi botella
de fragancias, donde guardo las esencias, se me antoja
muy vacía. De repente, sobreviene el apagón
y su relámpago: cuando yo era duende pelirrojo y veía
que la escarcha se posaba sobre hierbas y arbustillos,
recuerdo hincharme los pulmones de frescor;
________________________ jugar a que cazaba caracoles;
llamar a eso la aventura y el acento.
