Crítica a «Sacrificio» (1986).
Por qué ver a Tarkovsky o El nacimiento de un lenguaje nuevo
“El lenguaje no puede atrapar la belleza, sólo celebrarla.” —La muerte en Venecia, de Thomas Mann
Me gusta Tarkovsky por lo que tiene de anacronismo. Cierto es que no vale cualquier momento para verlo, como también lo es el hecho de que yo, en este instante, comienzo una crítica alejada del afán por desmenuzar una obra que se me antoja más emocional que intelectual. ¡Vaya, como todo el cine del ruso, al que se acusa de gafapástico cuando no podría ser más accesible en realidad! Hay que encontrar el momento, como digo, son muchos años de radiación para que no se note. Además, adentrarse en la Zona, en el universo pergeñado por el hombre (Tarko) para el Hombre a través de sus vivencias y memorias o ideales —algo ciertamente escaso, esto último, en los tiempos que corren— bien vale una visita al oftalmólogo, no al de a pie, el de los cincuenta eurazos por sesión, no; al que hace hablar al viento, al agua, al fuego, a la tierra que pisamos sólo para que tú lo veas con un espíritu que no es el tuyo, que ya empieza a escapar de su envoltorio, que comienza su andadura infatigable hacia ningún lugar. Digo que Tarkovsky me gusta por su anacronismo, y es que para él la meta no es otra que la chispa, la magia, el exorcismo.
Así, Sacrificio es la historia de un viejo en el ocaso de su vida que decide plantar árboles, un ser en pugna consigo mismo y la ilusión de haber alcanzado la estabilidad psíquica, la cual se traduce en conceptos más o menos sostenidos y actuaciones largamente meditadas, lo que se dice tener claras las cosas, vamos. No nos es ajeno a ninguno de nosotros, supongo, aquella sensación fugaz de conocer en el más amplio sentido, esto es, encontrar en cada situación un significado oculto que se nos presenta diáfano, cristalino como el agua del torrente que se ofrece para su consumo. Desgraciadamente, sabemos que dicha sensación es transitoria y que la vida, carrusel de lava ardiente reclamando su ceniza, no funciona por certezas sino a rachas, al final parece una cuestión de recordarse continuamente quiénes somos (o queremos ser). Digo esto porque el viejo cumple años y el destino le regala retornar al fango de las dudas. Se acaba el mundo y no hay futuro sin haberse reinventado, una vez más, tras los golpes de pecho y la seguridad tan relativa.
Por otra parte, hay un niño en esta historia, un inocente, que se dice, un hijo del polvo y del amor al que salvar. Es profundamente natural sentir la llamada del arraigo, la pertenencia, cuando de los vástagos se trata, si bien convendría trasladar tal concepción a los que nos rodean, en general, sin distinciones, a pesar del grado tan altísimo de estupidez y de paciencia que supone. Es más difícil, ¿más meritorio? Eso parece recordar el director a lo largo del metraje, sugiriendo un retorno al “amaos los unos a los otros” desde la posición de un descreído al que la vida le ha mostrado varias veces su indiferente oscuridad, el abismo del exilio, el cáncer, la huida sin respuestas. Y es que, como el personaje de Domenico en Nostalgia (1983), como Jesucristo en el Getsemaní, la soledad del que se viste de profeta es absoluta y los oídos no están preparados para la verdad, si existiera, que es lo de menos, lo que cuenta es el amor, la bondad, ahuyentar a los fantasmas de la muerte y del pesimismo atroz que nos encadenan. Esto, para un cínico como un servidor, viene bien, es un bálsamo, un reducto de belleza y luz sinceras, un bautismo, si se quiere.
No obstante, no nos engañemos, esta es mi lectura, la que me conviene en esta etapa de mi vida, pero la cinta dirigida por el ruso no se posiciona de una manera tan obvia en ese lado de la balanza, por lo que el fin del mundo pudiera o no llegar dependiendo del espectador. La locura es una fuerza poderosa que nos llama y nos abraza a cada rato, dejando por ridículas nuestras absurdas y pequeñas rebeliones, anulando el Ying y el Yang del orden de las cosas para hacer inciertas mezcolanzas, siendo el gesto de extrañeza su motor y su razón para seguir desanudando nuestro mundo de confort. Y es bonito, “hay que imaginar a Sísifo feliz” y todo eso, el hilo de Ariadna está para ser redescubierto y si la vida nos entrega al laberinto habrá que convertirse en un amante de los puzles, en un niño que conoce la sangre y el hedor que emana de los cuerpos y, aun así, no los niega, ni una ni tres veces como hizo el padre de la Iglesia. Ciertamente, la afición por plantar árboles podría revelarse como inútil: o la tierra no da fruto o las semillas eran zarzas.
En el párrafo anterior me quito ya las máscaras y pongo en evidencia una educación católica de la que no me avergüenzo, pues considero que toda interpretación de la realidad viene a enriquecer la lectura global que haremos de la misma: donde unos verán hielo encapsulando los sentidos, otros podrán entretenerse recogiendo referencias, como el agricultor contento que acudiera a la cosecha y que cantara “mi reino no es de este mundo”. Decía que me gusta Tarkovsky por su anacronismo, y es que su obra respira a un ritmo que le es ajeno al devenir apresurado, irreflexivo e implacable de los tiempos tan poco amigables que venimos atravesando por los siglos de los siglos, de modo que su mensaje parece alzarse por encima de las coordenadas que lo aferran a la Historia para hacerse verbo y carne y habitar entre nosotros. Ya sea para desentrañarlo con una mirada ennegrecida por el lodo o buscando una palabra de consuelo, la belleza que alcanzan las imágenes del ruso desmiente las ideas de Mann, pues la celebran y la atrapan.
Y aquí quería yo llegar, al poder renovador del cine, a su capacidad catártica y sus infinitas posibilidades al margen de lo visto y revisto en la sucesión de sucedáneos que copan las grandes multisalas (¡cuidado!). El cine como arte existe como existe la comunicación y los viejos amigos con los que te reencuentras tras una larga ausencia en que acontecimientos y sentimientos se precipitan en cascadas modelando quiénes somos (o queremos ser); el cine como arte existe como huida y como examen, alumbrando autores que son colosos porque configuran una realidad propia que se hace universal y válida en sí misma, ya hablemos de Kaurismaki y su vitalismo desencantado, ya de Tarr y su negación total de la existencia. No es casual, de hecho, que mencione a estos dos últimos cineastas, pues, en mi opinión, le deben mucho a Tarkovsky, beben de él como han bebido en todos estos años los sedientos que se han ido aproximando a sus marcianas tierras que son nuestras, a sus páramos y angustias donde brilla, al fondo, una esperanza.
Finalmente, me viene a la mente ese mapa que muestra en la cinta, como rescatado de las garras del olvido, cierto “coleccionista de momentos”, explicando que así era el mundo en no sé qué siglo y así lo habíamos distribuido, humanos nosotros, peleando por un cacho de tierra que tildar de nuestra posesión para luego establecer una frontera… Tarkovsky es anacrónico porque defiende la desposesión, precisamente, el entregarse como loco en sacrificio por una verdad (o demencia, o quimera) que nos supera y nos reclama. De ahí el título, perfecto como de costumbre, que encierra en su absoluta concisión una Filosofía entera, si mejor o peor dependerá de la paz que nos aporte, por destellos, eso sí, pues convinimos que las cosas no funcionan por ser ciertas o incontrovertibles. La realidad es una cuestión muy peliaguda y cualquier fardo que llevemos puede hacerse muy pesado, o bien enriquecer nuestro periplo, quién sabe, quizá hasta haga florecer un árbol muerto en ese plano final que invoca un nuevo rumbo. Oremos. Vivamos.
[Nota: Sacrificio se convirtió en el testamento de Tarkovsky.]