Crítica a «En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza» (2000).
Los paraísos perdidos («This is a political film»)
Jonas Mekas ha filmado una isla. Un territorio que respira y que se expande con reminiscencias enlazadas “al azar”. Un juego que no es meta-cinematográfico siquiera: está más allá del tiempo y en el tiempo, es un pedazo de existencia “insignificante”, nada más. No importa aquí el formato, ese es sólo el punto de partida para echar a andar, para justificar, si se quiere, la “moralidad” o la conveniencia de atizar sin pausa los recuerdos con el fin de destilar el brillo oculto, la pátina de magia que se esconde en cada instante si se observa con los ojos adecuados. Mekas es un hombre viejo que observa su vida, que lo lleva haciendo desde siempre, obsesivamente, con la esperanza de apuntalar la memoria y que los ríos que conforman la experiencia no se escapen, sinuosos, hacia ningún lugar, más allá del cuarto oscuro donde acechan los fantasmas de la muerte. No es tarea fácil, aunque lo parezca, abordar la realización de una obra como esta, que se erige en templo de oración para el autor y, por extensión, para la raza humana en tanto sujeto viviente, accionador (in)consciente de acontecimientos y emociones. Y es que en el transcurso de este ir y venir de fragmentos más o menos luminosos vienen a la mente, de manera inevitable, los recuerdos de tu vida, confirmando la intuición del director de que “todas se parecen”. Mientras, el cauce de los ríos invisibles se dirige inexorable hacia la mar, donde habitan el olvido o el mismísimo infinito. Aprovecha el momento, por si acaso.
Hay varias formas de afrontar esta no-obra y varias formas de quedarse fuera, bajo el umbral, vacilantes al tomar la iniciativa y ejecutar ese paso que precede al ahogamiento. Aquí no queda otra que calarse hasta la médula del hueso con la vida, sea la tuya o la de Mekas, poco importa, nadie escapa a su pasado, nadie es libre de decir que aquel camino del que viene fue casual aunque lo fuera: el camino has sido tú; sigues siendo ese camino, como ya dijera Faulkner. Conviene aprender a ser humilde, eso es algo que el vivir se encarga de enseñarte antes o después… Decía que hay que calarse hasta los huesos con el néctar, exprimir hasta la última gota de existencia, arrancarse los inútiles disfraces y aparcar los artificios (“capas y capas” de hombre). En cambio, hay que desnudarse para no perderse lo inaudito, que despunta entre los ruidos y las prisas de lo obvio esperando su momento de eclosión como una estrella –o un milagro de luz- en el silencio de la noche. Esta humildad, esta certeza de la incertidumbre y de lo inútil del Saber de las mayúsculas sólo las da la perspectiva del tiempo, la vejez del hombre que se mira a sí mismo desde la distancia y que se ríe. ¡Hay tanta belleza en este mundo! Pero nos empeñamos en racionalizar y catalogar cada minucia, en convertir en lenguaje articulado el tartamudeo del que está frente a la vida y enmudece, como el chico de Zerkalo (1975). Qué necesario entonces tropezar como solías con las patas de la mesa.
Por su parte, ante la incapacidad de ser plenamente conscientes de todas las particularidades y matices potenciales de cada momento vivido durante su transcurso, sólo queda dejarse llevar, pues los hay que nacen sabiendo vivir y los hay que van improvisando sobre la marcha con más o menos éxito. Nunca se sabe. En este sentido, nada más reparador que la fragmentación de la memoria y su poder sublimador; nada como la capacidad del ser humano para significar y dar sentido a sus recuerdos, único reducto plenamente suyo en el que invocar el fuego que se apaga o el espíritu que se marchita. Aprovecho para recordar (y señalar la estructura de vasos comunicantes del arte) cierta reflexión de Woody Allen: “no sé si un recuerdo es algo que se tiene o algo que se ha perdido”. Mekas lo tiene claro: su obra es un estertor que canta a la cotidianeidad de los milagros por obra y gracia del registro, sea de la cámara o de la memoria, al final son uno solo, un ojo avizor en busca del tiempo perdido, el mismo tiempo que compone el instante precioso donde una sonrisa se forma y se evapora, casi sin notarlo, aunque aquí “no pase nada”. Vuelvo a decirlo: basta con ser (o sentirse) viejo para constatar que todo pasa y ¿nada? queda… no, eso no es cierto. Siempre está el poso, la humedad del vaso sobre una mesa y el sabor del vino garganta abajo. Es decisión de cada uno cómo afrontar la realidad, cómo adornarla y enriquecerla, cómo rendirse en gratitud al constatar su inmenso poder renovador. Como estertores en busca de luminosidad o de sentido, decía. Réquiem por la muerte en esta oda a los relámpagos felices.
Esta obra es “política” porque enseña a vivir, como todo el arte elevado, que ha de jugar queriendo o sin querer con esa trascendencia anhelada por el ser humano desde el momento en que tiene consciencia de la vida y del absurdo, de lo cerca que se encuentran los extremos y de lo engañoso de esos hombres que son sueños que se sueñan a sí mismos. En esta obra los seres “no pelean” ni se gritan, son felices; existe la manipulación, reconocida, del alquimista que se extiende sobre la mesa y se abre en canal para purgar las corrupciones y coágulos, para arrancar la mala hierba del mullido prado y proteger, así, el fruto rebosante de las inclemencias de la realidad, de su tren desgarrador de buenos hábitos e infancias: “a través de vosotros estoy reviviendo mi propia infancia”, dice el autor. Aquí hay un hombre que se niega a darse por vencido, que se mantiene firme cual Montaña Mágica en su isla de tiempo con su peso y dimensiones, cual eternamente niño que se alza desde el fondo del abismo como un tronco de frescura (tierno, diría Tarkovsky), recibiendo de su entorno los nutrientes del maestro improvisado: la experiencia. Año 1999, a las puertas del cambio de milenio, con el suelo sin barrer y movedizo, un paso que sigue a otro paso tembloroso, victorioso finalmente por seguir en el camino. De ahí el poder balsámico de la memoria, la idealización (artística) como estrategia de supervivencia. En este sentido, destaca el buen uso de la música para aportar solemnidad o epicidad –no impostadas- a la imagen.
Sin discursos verborreicos ni grandilocuentes, la obra se sitúa en el límite entre lo filmado y el torrente que se escapa, consciente de que existen territorios que el artista jamás podrá alcanzar aunque lo intente. Pero se empeña. Se empeña en mostrarnos la belleza que inunda, ahora y siempre, todas las cosas, si sabemos mirar. Mekas se deja el alma y la garganta a las puertas del ridículo en su canción final mientras anuncia con su tono de celebración y júbilo que no sabe qué es la vida. ¿Y quién lo sabe? ¿Quién puede proclamar que entiende lo que pasa, o no pasa, o va a pasar, o ya pasó? Viene a la mente la obra recapituladora, testamentaria, de Dreyer: Gertrud. Y su sentencia: “he cometido muchos errores y he sufrido mucho a lo largo de mi vida, pero he amado”. Así es, si hay que morir, muramos cantando. A pesar del miedo y del olvido, es decisión nuestra; es nuestra responsabilidad y la del artista de verdad, pues las inquietudes que merecen atención, como los paraísos perdidos, se repiten a lo largo de los siglos*.
*[Esta crítica podría ser válida, entre otros, para Zerkalo, ya mencionada, o para El árbol de la vida, de Malick]